Sobre la polémica del glifosato en México

 (7min)

Recientemente la SEMARNAT mexicana negó la importación de toneladas de glifosato citando perversos efectos en la salud de los ecosistemas y de los productores agrícolas (ver el comunicado oficial).

En el complicado entorno de polarización política nacional, que incluye el reciente "filtrado" (que parece más intencional que nada) de un audio del actual titular criticando la deriva del gobierno federal, este tema ha enfrentado a la dependencia ambiental con la de desarrollo rural, que tiene una posición más bien entusiasta sobre ese herbicida (ver aquí). Dicho enfrentamiento, por lo demás, es solo un capítulo de una larga historia que incluye, por ejemplo, esta denuncia del actual titular de medio ambiente sobre el actual titular de desarrollo rural, antes de que fueran gobierno: El día que Monsanto infiltró a Morena.

Pero dejemos los chismes de Palacio. 

Parte de la comentocracia, tal vez más por oposición que por conocimiento, ha tomado la simplona posición de defender al herbicida, antes que buscar entender qué demonios pasa. La posición principal es doble: decir que los efectos perniciosos del herbicida, sobre todo como cancerígeno, no están comprobados; y decir que su uso está generalizado en todo el mundo.

Recientemente, el periodista Sarmiento difundió esta infografía sobre el herbicida realizada por el National Pesticide Information Center, que es una colaboración entre la Universidad de Oregon y la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos:

Esa infografía tiene casi un centenar de referencias, pero a ojo de pájaro esa literatura es de hace más de 15 años, cuando su uso no estaba tan generalizado como ahora. Sarmiento también reproduce la posición del Vicepresidente del Consejo Nacional Agropecuario, que desde luego y de forma normal defiende su uso como insumo de producción:

¿Qué se hace ante este complicado tema? Podemos revisar literatura más reciente. Encontré este meta-análisis de 2018: 

Van Bruggen, A. H. C., He, M. M., Shin, K., Mai, V., Jeong, K. C., Finckh, M. R., & Morris Jr, J. G. (2018). Environmental and health effects of the herbicide glyphosate. Science of the Total Environment, 616, 255-268.  

Estos son los puntos y el abstract gráfico:

y muestran dos puntos clave:

  • El uso ha crecido de forma exponencial en los últimos 20 años, por lo que las consecuencias de la escala no están incluidas en la mayor parte de la literatura reportada en la infografía del NPIC, y correlaciona muy bien con una explosión literaria en la investigación sobre resistencia a antibióticos.

  • La polémica como cancerígeno es solo uno de los aspectos cruciales. El principal problema pudiera estar por venir: el glifosato descompone en ácido aminometilfosfónico, o AMPA en inglés, y la investigación apunta a que éste acumula en el entorno. Es decir que podemos estar haciendo pruebas sobre las cantidades observadas hoy y sacando nuestras conclusiones, sin tomar en cuenta el carácter transitorio de la condición actual. 

    Es como si negáramos el cambio climático porque vemos que la concentración de GEIs no causa aun mucho problema: sabemos que acumula y que, por tanto, lo peor vendrá mañana. 

En una de las tablas incluyen un estudio para México:

que es este:

Rendón-von Osten, J., & Dzul-Caamal, R. (2017). Glyphosate residues in groundwater, drinking water and urine of subsistence farmers from intensive agriculture localities: a survey in Hopelchén, Campeche, Mexico. International journal of environmental research and public health, 14(6), 595.

En ese estudio, todas las muestras de agua subterránea tenían los compuestos de glifosato y AMPA en cantidades 10x las normas europeas, aunque mucho menor a la norma mexicana. Esto no es ningún consuelo: sabemos que la normatividad ambiental mexicana va muy muy atrasada respecto de los estándares internacionales.

El estudio mexicano concluye, además, que hay alta exposición en campesinos de subsistencia. Lo dicho: puede ser una bomba de tiempo.

Además de reportar que la investigación global encuentra la presencia de estos compuestos en los sistemas de distirbución de agua potable, el estudio informa sobre sus consecuencias para la biodiversidad:

  • El AMPA es tóxico para las plantas y la biota del suelo, y aun ahora ya ha cambiado la correlación de especies agrícolas al generar plantas resistentes al herbicida (que motivan la aplicación de más y más glifosato, en un círculo vicioso que no puede salir bien).

  • Mientras parece que los organismos grandes, como nosotros, no lo acumulamos, sino que se procesa y se excreta, sí que hay un conjunto importante de afectaciones potenciales a decir de fuertes correlaciones (que no implican causalidad) entre cáncer, problemas de parto, enfermades de la piel y trastornos neuronales. Vaya coctél. 

Las conclusiones son muy claras:


¿Dónde nos deja todo esto?

  • Me parece que la posición que dice que el glifosato es seguro no toma en cuenta la investigación contemporánea.

  • Conclusiones como la de ese estudio llaman a adoptar una posición de mucha precaución. México necesita endurecer su normativa para ajustarse a los estándares internacionales. 

  • Los impactos en la producción agrícola obligan a trabajar de la mano con los productores. El herbicida aumenta rendimientos (a costa de estos impactos ecológicos) y es natural que los productores defiendan su uso. 

  • Cualquier prohibición, por más documentada que esté, debe operar en colaboración con la política agrícola: debe buscar alternativas que mejoren su implementación.

    De otro modo, seguro formará un mercado negro, seguro se seguirá usando, y el Estado, débil como es, perderá un espacio de intervención que ahora tiene, aunque sea justamente permitiendo y promoviendo su uso. 

  • Los medios y la comentocracia de todos tipos deben ser más rigurosos en la formación de la opinión pública.


Las demandas ambientales tienen que formar parte de las demandas sociales

(15min)

Aquí una conversación con la Dra. Melanie Kolb, del Instituto de Geografía de la UNAM, a propósito de un diálogo que los amigos en Letras Libres publicaron aquí, recién en enero de este año.

¡Muchas gracias a Sandra Barba, a Eduardo Huchín y al resto del equipo por la invitación, la entrevista, y la edición!

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¿Cómo se relaciona el cambio climático global con los problemas ambientales de cada localidad? ¿Cómo entender las preocupaciones por el medio ambiente en relación con otras urgencias sociales, culturales, económicas? ¿Puede un mismo gobierno impulsar proyectos de desarrollo y ser lo suficientemente autocrítico para dar a conocer las posibles afectaciones? Desde una perspectiva científica, que no pierde en ningún momento su dimensión humana, dos expertos en el tema ambiental abordan en esta conversación los problemas, desafíos y oportunidades de la actual crisis, convencidos de que para afrontarla primero es necesario entenderla.

Melanie Kolb (MK): En septiembre de 2019, mientras nos enterábamos sobre el incendio del Amazonas, era común ver a gente que quería ir a salvar aquella selva, pero unos meses antes nadie sentía esta urgencia ante los incendios alrededor de la Ciudad de México. Eso nos habla de que, para el común de las personas, hay una desconexión entre lo que sucede en su entorno directo y lo que pasa en otros países del mundo. Casos como los del Amazonas pueden resultar atractivos porque, a fin de cuentas, te ofrecen buenas excusas para no entrar en acción. Para hacer algo contra el cambio climático, hace falta entender que la crisis ambiental –el llamado “cambio global” del cual forma parte el cambio climático, entre otros muchos problemas– no es algo abstracto sino que es afectado por y afecta a tu vida diaria.

Carlos A. López Morales (CALM): Me gustaría profundizar sobre la idea de que el cambio climático no es el único problema ambiental que existe, sino que forma parte de un fenómeno más grande que se expresa tanto de manera global como local. Las políticas internacionales y el debate internacional suelen centrarse en cómo mitigar los gases del efecto invernadero y, a la vez, cómo adaptarnos a sus impactos. Sin embargo, la crisis ambiental opera en muchas escalas. La pérdida de especies y de biodiversidad, por ejemplo, no necesariamente está contenida en los fenómenos del cambio climático. La concentración de gases de efecto invernadero está menos “localizada” que otro tipo de problemas ambientales. Da igual si se emite una tonelada de estos gases en México o en China. El gas se distribuye en toda la atmósfera. En contraste, hay otros fenómenos que sí tienen un código postal, por decirlo de alguna manera. La contaminación local, por ejemplo, en el área de la Ciudad de México no está asociada al cambio climático global. Pero es un tipo de problema en el que los habitantes de la zona necesitamos incidir.

MK: Esta desconexión entre la vida diaria y los problemas globales tiene que ver también con la falta de información y de entendimiento. Parece que seguimos en una discusión de alto nivel entre científicos y políticos, que no logra aterrizar en el nivel del público. Hace poco vi una caricatura en la que aparecía un científico con un rotafolio en el que había escrito con letras grandes: “Estamos destruyendo el planeta”. Y a un lado, un político le decía: “Oye, entonces ¿esto me lo puedes decir en palabras llanas?” Y no solo pasa con el público en general. Con los propios estudiantes que cursan carreras relacionadas con el medio ambiente es posible ver una falta de entendimiento de los procesos básicos. Los problemas educativos, sin duda, también influyen.

CALM: A pesar de que la crisis ambiental es ahora mucho más evidente y hay más información de la que había hace veinte años, la desconexión y la falta de interés de los propios estudiantes es muy grande. Se trata de uno de los grandes retos que los científicos tenemos: la comunicación con los políticos, pero también con el resto de la población. Por otra parte, hay que dar a entender que las distintas demandas sociales no son independientes de las preocupaciones ambientales. El origen de todos esos problemas es el mismo, es un modo de funcionar de la sociedad: un modo de producir, un modo de consumir, un modo de mover mercancías, un modo de organizarse. Es cierto que existe cierta noción –muy visible en el gobierno actual– de que las preocupaciones ambientales son un lujo, como si la única urgencia en estos días fuera la de resolver los problemas de desarrollo y sacar a la mayor cantidad de gente de la pobreza y, solo después de llegar a cierto estado de desarrollo, preocuparnos por un medio ambiente sano. Yo creo que esa idea, la que separa la noción tradicional de “desarrollo” de la conservación ecológica, está equivocada: hacer que la gente viva en un medio ambiente contaminado o sin alimentos de buena calidad es otra forma de empobrecerlos. Entonces las demandas ambientales tienen que formar parte de todas las demandas sociales. A mí me gusta pensar en un término que se llama ecología humana, que se relaciona con el lugar donde laboras y sus condiciones, con cómo te mueves de tu lugar de vivienda a tu lugar de trabajo y qué estás comiendo y cuál es la calidad del agua. Se trata de una misma cosa.

MK: En realidad no existen problemas sociales independientes de los problemas ambientales. El mismo interés que lleva a los humanos a explotar un ecosistema los lleva a explotar a otros seres humanos. En México parecemos empeñados en tener discusiones del siglo xx, cuando ya deberíamos pensar en construir un mundo para el siglo xxi. Los megaproyectos del actual gobierno son una buena muestra de ello: el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas están ubicados en zonas que van a sufrir consecuencias por el aumento en el nivel del mar. Y esto es innegable, porque las proyecciones de los científicos respecto al cambio climático se están cumpliendo antes de tiempo. Para decirlo de otro modo: si mañana empezamos a hacer bien todo, al 100%, en el mejor de los casos, en alrededor de ochenta años, el nivel del mar va a subir cincuenta centímetros en la península de Yucatán. Según los pronósticos, lugares como Ciudad del Carmen, en Campeche, van a estar cubiertos en su totalidad por agua. Déjate de la problemática ambiental: habrá que mover ciudades completas de un sitio a otro. En lugar de estar pensando cómo adaptarnos a esos desafíos, lo que estamos haciendo es poner Dos Bocas en una zona inundable, un lugar que –estamos 100% seguros– estará bajo el agua en unos sesenta años. Estamos haciendo una inversión en una tecnología inadecuada en un lugar inadecuado. Luis Zambrano, del Instituto de Biología de la unam, que ha colaborado en publicaciones sobre Dos Bocas y el Tren Maya, lo ha expresado muy bien: “Vamos a construir un Tren Maya para que vengan turistas a ver sargazo y una zona hotelera inundada.”

CALM: Si bien es verdad que algunos escenarios pesimistas están ocurriendo más pronto de lo esperado, también lo es que ahora mismo hay otros fenómenos igualmente preocupantes: en México, por ejemplo, los patrones de precipitación están cambiando. Este año fue uno de poca lluvia, y hay cierto debate acerca de qué tanto se debió a una variabilidad normal y qué tanto puede atribuirse al cambio climático. A pesar de ser materia de debate, la tendencia es clara. Eso también es importante entenderlo: el cambio climático no es un calentamiento global, en el que la temperatura de todo el planeta se eleve. Sube la temperatura promedio, pero los cambios son diferenciados. Hay zonas del país donde va a llover más en periodos más cortos de tiempo y hay zonas donde va a dejar de llover. Uno esperaría que, con los datos disponibles, se esté creando una política pública ante ese panorama y es muy frustrante ver que, en lugar de tener más presupuesto para entender esos fenómenos y saber qué hacer, el dinero destinado al sector sea cada vez menor.

MK: Creo que hay que dejar en claro que se pide más presupuesto no por el presupuesto en sí mismo, sino en la medida en que sirva para atender los problemas ambientales. Y no hay forma de solucionar un problema sin antes entenderlo. No estoy en contra de la austeridad: podemos ser más eficientes en el uso de los recursos, por supuesto. Hoy día, sin embargo, el recorte presupuestal parece un machetazo cuando lo que necesitamos es una cirugía cerebral. Tiene que haber una mejor planeación: saber en dónde es necesario ampliar el conocimiento, en dónde ampliar las capacidades de las instituciones y en dónde reducir gastos innecesarios o poco eficientes.

CALM: Sin duda, hay que hacer un análisis funcional y ver en dónde se gasta, etcétera, pero cuando los presupuestos desaparecen también es muy problemático. Los presupuestos son la forma en que el Estado atiende sus compromisos. México fue uno de los primeros países que tuvo una ley general de equilibrio ecológico y un país pionero, a nivel internacional, en tener un sistema de cuentas ambientales. Los países de América Latina han venido a México a ver cómo se hacen las cosas. Llevamos un buen trecho recorrido en eso, pero ¿ha sido suficiente? No, porque la crisis ambiental es muy notoria y es ahí donde resulta importante fijarse en los presupuestos y en su evaluación. Para 2020 vamos a gastar casi la mitad del presupuesto que había en 2012 para el sector ambiental. Es muy grave, y la mayor parte de la reducción ha sido en la Comisión Nacional del Agua (Conagua) y en la Comisión Nacional Forestal (Conafor). Ya sabremos si el incremento en el número de incendios en 2019 se debió a la falta de brigadas en Conafor o a que fue un año de sequía, pero lo cierto es que no puedes disminuir brigadas en un año de sequía. Es este mismo aparato institucional el que sirve también para regular los nuevos proyectos de infraestructura. El presupuesto general para la oficina de política ambiental de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, encargada de las manifestaciones de impacto, se redujo en 70% de 2018 a 2019. ¡70%!

Hay un problema con que el gobierno sea el principal promotor de los megaproyectos y, al mismo tiempo, el responsable de que se cumpla la legislación ambiental: leí que se quería nombrar a Santa Lucía un proyecto de seguridad nacional para no someterlo a las regulaciones existentes. Con el Tren Maya se quiere hacer algo similar: manifestaciones de impacto ambiental locales para los diferentes tramos, cuando es evidente que necesita una manifestación de impacto ambiental del tipo regional, un requerimiento mucho más exigente. Como se trata de compromisos del presidente, el gobierno va a hacer todo lo posible para llevarlos a cabo a costa de lo que sea. Por lo tanto, hay riesgos de que den información incompleta y de hecho no existen todavía los proyectos ejecutivos. Hay que decir que no es una cosa de este gobierno: el tren a Toluca del gobierno anterior es una locura administrativa, e incluso a nivel internacional se trata de una práctica muy común. Si de verdad estuviéramos en sociedades democráticas, proyectos de esta naturaleza deberían tener procesos abiertos que sometan la información más completa posible al escrutinio y debate ciudadanos.

MK: Habrá que revisar las cifras, pero me parece que un estudio reveló que en México alrededor de un 25% de la población afirma que le preocupa el cambio climático. Para tener una idea, la gente que dice eso en Alemania ronda el 90%. Pero lo interesante es que en el momento en que preguntas “¿Y tú qué estás dispuesto a hacer al respecto?” las cosas cambian. Casi nadie quiere dejar su comodidad, sus compras de alimentos procesados y sus traslados en carro con aire acondicionado por razones ambientales. Por un lado, estamos en un nivel de gravedad tal, con tantos problemas interrelacionados, que es muy difícil saber por dónde empezar, y por el otro, no existe verdadera disponibilidad para cambiar la vida propia. Creo que estamos justamente en un momento en que tanto la sociedad como los gobiernos se resisten a aceptar este hecho: no hay manera de seguir con el estilo de vida que tenemos actualmente. En máximo veinte años, vamos a tener esas carencias, pero a la mala, según un análisis del ejército de Estados Unidos.

CALM: La Conferencia sobre el Clima –la cop25– se celebró a finales de 2019 en Madrid y lo más frustrante es que las discusiones son muy parecidas a las que se tenían hace veinticinco años. ¿Qué significa eso? Que los gobiernos siguen siendo reticentes al compromiso en la medida en que siempre se trata de una negociación política. Por ejemplo, la India no ve con buenos ojos que Europa o Estados Unidos le exijan que no queme carbón, si fue el carbón lo que los desarrolló a ellos. El gobierno indio va a oponer resistencia porque siente que tiene que sacar de la pobreza a millones de personas, del mismo modo en que Europa o Estados Unidos lo hicieron. Estados Unidos, a su vez, decidió en 2017 retirarse del Acuerdo de París, de 2015, con el pretexto de que China y la India no quieren cumplir su parte. De este modo tenemos un círculo vicioso, porque es muy difícil que todos estos intereses se coordinen. Y eso no es todo: en quince o veinte años la India va a sobrepasar a China en población, y si tanto China como la India quieren lograr un estándar de vida de clase media, no hay planeta que pueda proveer recursos en suficiencia y adecuación para sostenerlos. Sin embargo, cualquiera de esos países puede argumentar que Europa y Estados Unidos ocuparon por décadas todo el carbón que quisieron y que, por tanto, son los verdaderos causantes del desastre.

MK: En un principio las Conferencias sobre el Clima parecían una lucha entre países ricos contra países pobres, pero esa discusión ha cambiado de perspectiva: ni China ni la India son ahora comparables al tipo de país que eran hace veinticinco años. Por tanto, sus posiciones de negociación son muy diferentes. Además, en veinte años, la India y China lograron la misma cantidad de emisiones que Estados Unidos y Europa en doscientos años, pero no es la única manera de enfocar el problema. Si bien, en términos absolutos, China es actualmente el mayor emisor del mundo, si ves la emisión per cápita resulta que Estados Unidos es, por mucho, el emisor más grande. También es interesante si uno ve las cifras por compañías: las petroleras –como Exxon o Shell– son las que dominan el panorama, y es en ese rubro donde aparecen países que por lo general no tenías en la mira. Pemex es la novena empresa más contaminante a nivel mundial y México, por su culpa, está entre los quince países que más contaminan. Como se ve: las cosas ya no pueden reducirse a naciones ricas contra naciones pobres.

CALM: Hay otro factor sobre el que deberíamos estar hablando. Hacia 2050 vamos a ser cerca de diez mil millones de personas en el planeta: eso significa que por cada dos personas que veas en la calle, nacería una más. Es una locura. Y la gran parte de ese crecimiento poblacional está en la India, China, y luego África. Si tomamos en cuenta que se trata de países ya en condiciones económicas graves, ¿qué va a pasar con la población que se va a añadir? Si esas naciones van a adquirir un modelo de vida medianamente decente, el impacto de eso va a ser brutal.

MK: De hecho, no solo hay que pensar en que China y la India quieran tener un nivel de clase media; en realidad, el planeta probablemente no nos pueda dar recursos ni siquiera para que todos tengamos, por ejemplo, un refrigerador. Los recursos son cada vez más limitados mientras que la cantidad de personas va al alza. En los próximos años, dos mil millones de personas entrarán a la clase media. El problema es cómo vamos a repartir lo poco que tenemos. Ahora sabemos mucho mejor que en el pasado qué hace falta hacer, pero sigue faltando sobre todo voluntad política. Hay, sin duda, una mayor conciencia ambiental, pero estamos llegando muy tarde por no actuar hace veinticinco o treinta años. Quiero dejar en claro una cosa: aunque vamos tarde, eso para nada quiere decir que da igual dejar las cosas como están. Ahora es mucho más difícil lograr las soluciones que necesitamos, pero todavía tenemos mucho espacio para alcanzar algunas metas.

Voy a poner un ejemplo: he estado trabajando mucho en análisis de escenarios y la productividad primaria, una medida básica de qué tanto puede producir un ecosistema en términos de biomasa: más productividad significa más comida para nosotros, por ejemplo, más peces que pescar. Para la productividad primaria marina, todos los escenarios presentan una tendencia negativa, una pérdida en la productividad primaria. Sin embargo, entre todos esos malos escenarios hay una diferencia gigantesca: en uno perdemos 5% de la productividad primaria y en otro 35%. Ninguna de esas pérdidas es buena, pero no son lo mismo: perder 35% de nuestra productividad primaria significa un colapso de nuestra provisión de comida proveniente del mar. Entonces, si puedes escoger entre perder 5% o 35%, la diferencia es fundamental. Creo que eso hace falta en la comunicación de la crisis ambiental: estar conscientes de qué tanto queremos perder, qué tanto podemos atenuar algunas catástrofes. Si alguien dice que solo vamos a poder reducir el 5% de las emisiones, ese 5% resulta crucial porque cada céntimo de grado cuenta

Política ambiental 2018-2024: mal inicio

(10min)

Y luego, los compas en Letras Libres me invitaron a escribir sobre política ambiental. Y aquí recuperé y actualicé algunas ideas trabajadas antes

Aquí la liga al original, publicado en agosto de 2019

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Transcurre el primer año de la administración 2018-2024 y desde ahora es posible hacer una primera evaluación sobre los aspectos más visibles de su política ambiental. Para decirlo pronto: hay muchas razones para preocuparse, incluso para vaticinar que se agudizará el retroceso que supuso, en este tema, el gobierno anterior.

Tres datos pueden ilustrarlo bien: el presupuesto federal para 2019 del sector ambiental (31 mil millones de pesos) es 15% menor al de hace un año (37 mmdp), que ya de por sí era 45% menor que el de 2012 (55 mmdp). En su organización interna no hay rubro que haya registrado algún incremento presupuestal, o que al menos se haya mantenido estable. Sin embargo, las áreas más afectadas son las de protección ambiental del sector hidrocarburos (la ASEA, con un recorte del 35%), la Comisión Nacional Forestal (con 30% menos), la Subsecretaría de Gestión para la Protección Ambiental (con una disminución de 25%, aunque esté a cargo, entre otras cosas, de las manifestaciones de impacto ambiental de los proyectos de infraestructura) y, de manera notoria, la Subsecretaría de Planeación y Política Ambiental (73% menos). Con todo, y como adelanté, el retroceso no inició en este sexenio.

La historia reciente sirve para contextualizar cómo se ha debilitado, de forma grave, el compromiso del gobierno mexicano con el ambiente. Es una historia que se puede dividir en tres fases. La primera comienza en 1988, con la promulgación de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente; continúa en la década de 1990 cuando se crea un complejo armado institucional –una secretaría de Estado y sus delegaciones estatales, comisiones especializadas, institutos de investigación e incluso una procuraduría ambiental–, y acaso termina en 1999 cuando se eleva a rango constitucional el derecho de los individuos a un medio ambiente adecuado (artículo 4º) y se obliga a que, en su rectoría del desarrollo nacional, el Estado garantice también sustentabilidad (artículo 25º).

La alternancia partidista, desde el 2000, abrió una segunda etapa que tuvo dos rasgos principales: i) Los objetivos de sustentabilidad ambiental compartían jerarquía con las metas de crecimiento y desarrollo económicos (todos ellos integraban los llamados “ejes de política pública”), ii) Se hizo más énfasis en el lado climático de la política ambiental (el colofón ocurrió en 2012, con la promulgación de la Ley General de Cambio Climático), lo que le dio a México un relumbrón internacional y le permitió obtener cierta posición de liderazgo, aunque tuvo el resultado paradójico de descuidar la importancia de otros aspectos no menos urgentes de la agenda ambiental del país.

En la administración de Enrique Peña Nieto inició la tercera etapa, la del retroceso debido a la subordinación jerárquica de los objetivos ambientales a los económicos bajo la noción de la “economía verde” –a la sazón bastante vaga, incluso en los entornos internacionales en los que se proponía–, y a la disminución paulatina del presupuesto para el ambiente.

En este sexenio, mientras aún quedan por revisar documentos sustanciales sobre política ambiental (señaladamente el Programa Sectorial), lo que se asoma en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) y en su primer presupuesto federal no deja resquicio alguno para el optimismo: no solo se trata de una continuación decidida del debilitamiento de las instituciones de este sector, sino que bien podemos estar presenciando el inicio de su desmantelamiento general en un momento en que la crisis ambiental de México no deja de agudizarse. De modo similar al sexenio anterior, los objetivos de sustentabilidad ambiental quedan fuera de los tres “ejes generales” de política (Estado de derecho, bienestar y desarrollo económico). En cambio, se les incluye en uno de los tres ejes transversales bajo la etiqueta “territorio y desarrollo sostenible” (los otros dos son combate a la corrupción e igualdad de género), con unos “criterios generales” que, a pesar de estar integrados no sin alguna heurística, no logran ocupar más de dos páginas del documento.

Esta pérdida de jerarquía de las preocupaciones ambientales en la planeación se traduce en la ambigüedad –cuando no en un simple silencio– del diseño de los objetivos y las estrategias que orientan las acciones de las instituciones. Vaya un ejemplo: en comparación con la administración previa, en este PND desaparecen las metas explícitas sobre el territorio destinado a la protección ambiental. Esta ausencia –que también se percibe, dicho sea de paso, en la narrativa cultural del nuevo gobierno– se añade a la ya comentada reducción del presupuesto para caracterizar lo que podría ser una cuarta etapa (DIS)funcional: la del abandono del gobierno de sus responsabilidades ambientales, incluyendo las establecidas en la Constitución. Esta realidad establece un contraste con visos muy estructurales al compararse con la urgencia y la decisión políticas que debieran caracterizar las acciones estatales ante la crisis ambiental en pleno desarrollo. Hay que decirlo claramente: la política ambiental de las últimas tres décadas, a pesar de sus novedades legislativas e institucionales, ha sido débil e insuficiente, ya no digamos para cumplir aquellos mandatos constitucionales, sino incluso para paliar los efectos más nocivos del pésimo desempeño ambiental del capitalismo mexicano, tanto el privado como el estatal. Cualquier retroceso, debilitamiento o desmantelamiento de las herramientas de gobierno solo pueden alejarlo más de los objetivos que debiera perseguir.

La novedosa contabilidad ambiental mexicana, que ha sido punta de lanza en el mundo desde su creación hace más de treinta años, ofrece una visión sintética, aunque incompleta,*1de la crisis ecológica nacional: mientras entre 2003 y 2017 no se redujeron los costos por el agotamiento de algunos acervos de recursos naturales (bosques, agua subterránea, hidrocarburos), los de degradación (por contaminación de suelos, aire o agua) se multiplicaron por cuatro. En contraste, los gastos de protección ambiental (aquellos que mitigan los efectos negativos de la degradación ecológica) apenas representaron, en 2017, el 13% de los costos totales contabilizados. Aunque se puede afirmar que dichos costos están decreciendo respecto al producto interno bruto (del 7% al 4% en ese periodo, lo que se explica más debido a una economía que se terciariza que a una política ambiental efectiva), no deja de ser cierto que por cada peso que se añade al producto por crecimiento económico se generan, en el mejor de los casos, dos pesos por costos ambientales –y estos solo son aquellos que se han podido expresar en términos monetarios.

En suma, lo que es ya visible de la nueva administración indica que la política ambiental se debate entre continuar el debilitamiento iniciado en el gobierno pasado o su desmantelamiento (que pasa, además, por el maltrato laboral de los cuadros especializados), lo que acentúa aún más su dependencia a la discrecionalidad de las negociaciones del momento político, como atestigua la atención nula a la evaluación ambiental de los proyectos de infraestructura que están sobre el escritorio del nuevo gobierno.

Todo esto tiene una explicación: la todavía débil democracia mexicana no logra integrar una perspectiva ecológica en la que el bienestar y el desarrollo dependan de la conservación y la sustentabilidad. El activismo ambiental mexicano, por ejemplo, es infrecuente, poco estructurado y, por ello, políticamente débil (y, en esa circunstancia, existe un “partido verde” que no lo es). Dicho de un modo más fundamental: la sociedad mexicana aún tiene un largo camino por recorrer para integrar las demandas ambientales con otras más tradicionales y construir una agenda que pueda llamarse de “ecología humana”: mejor trabajo, mejor remuneración, mejor alimentación y mejor educación en un esquema ecológicamente sustentable. ~

1* No incluye, por ejemplo, la pérdida de biodiversidad o la menor capacidad ecosistémica de provisión futura de servicios ambientales.

Sobre la infraestructura y sus falacias

Los amigos en Letras Libres me invitaron a escribir este texto sobre infraestructura.

Aquí está la liga al original, publicado en enero de 2019.

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El debate sobre qué hacer con la infraestructura en construcción o por construirse fue uno de los distintivos de los periodos electoral y de transición recién culminados. Con lo que hay disponible sobre el sexenio que inicia es posible augurar que la infraestructura seguirá siendo central en las discusiones sobre política pública a escalas federal y regional. Si bien llega tarde y de forma un poco atrabancada, pues la débil democracia mexicana no ha promovido conversaciones profundas sobre la pertinencia de la obra pública, la discusión abierta sobre proyectos de infraestructura, caprichos aparte, es muy necesaria: se trata, a final de cuentas, de financiar con recursos públicos o privados modificaciones estructurales a las condiciones presentes y futuras del desarrollo de la economía nacional.

Nuestra historia reciente a este respecto es bastante problemática. La obra realizada o por concluir se eclipsa fácilmente por proyectos fallidos o mal implementados. La lista puede ser larga, pero los ejemplos más mediáticos incluyen refinerías que no se construyen, circuitos viales que colapsan recién inaugurados, proyectos ferroviarios cancelados por escándalos de corrupción o retrasados –con sobrecostos sustanciales– y, desde luego, cancelaciones de aeropuertos en construcción. Dicha problemática se complejiza con la obra que, aunque indispensable, decide no hacerse, ya sea porque no brinda un relumbrón a sus promotores o porque sus beneficios no entran tan claros en las contabilidades convencionales. Tal es el caso, ni más ni menos, del desplome de los presupuestos ambientales, en particular los destinados al agua y a financiar la conservación de ecosistemas.

La evaluación de la infraestructura no debe detenerse en la obra en proceso, fallida o no promovida. Se debe incluir la que está en funcionamiento para determinar si la economía política asociada beneficia a la mayoría con mejoras sustanciales en su calidad de vida. Un ejemplo iluminador es el de Ciudad de México, cuyos presupuestos de infraestructura han estado dominados por la expansión vial. Debiera quedar claro que cada peso allí invertido insiste en un enfoque de movilidad equivocado, con costos sociales significativos. A ellos habrá que añadir el costo de oportunidad de no invertir en los sistemas de transporte masivo, cuyo colapso cotidiano es inaceptable y escandaloso: lo padece la mayoría.

La tarea no es fácil. Se ha mantenido por décadas la creencia común de que la infraestructura trae beneficios automáticos. Hubo buenas razones para sostenerlo: la espectacular expansión económica del siglo XX en México y en el mundo se explica en parte por megaproyectos que permitieron transacciones de otro modo imposibles. No obstante, el esquema de incentivos que opera tanto en la asignación de contratos como en la construcción ha generado un portafolio importante de casos fallidos con elevados costos sociales, lo mismo en Australia, Estados Unidos o Gran Bretaña que en China, la India, México o Brasil.

Bent Flyvbjerg, académico de la Universidad de Oxford, sugiere que el problema fundamental de la creencia en los beneficios automáticos de la infraestructura es que lleva a construir proyectos que no son claros respecto a su viabilidad financiera futura y no se contrastan con otras opciones posibles. Este proceso deriva en lo que él llama “la sobrevivencia del menos apto”, o la elección de proyectos subóptimos desde el punto de vista social. En su evaluación, tres factores se combinan para provocar sistemáticamente dicha elección: i) la falacia de planeación, o el sesgo optimista que minimiza costos y exagera beneficios, ii) la creencia en la “mano oculta” de Hirschman, o la hipótesis de que los problemas no previstos siempre traen consigo soluciones geniales y de beneficios amplios, y III) la tergiversación estratégica de la información por sus promotores, que buscan de cualquier modo hacerlos ver bien en el papel para justificar su construcción (“What you should know about megaprojects and why: an overview”, Project Management Journal, abril-mayo de 2014).

Aunque de forma tímida, en las últimas décadas dicha creencia ha cedido espacio al escepticismo. Un caso paradigmático es el cambio de enfoque del Banco Mundial: de la creencia absoluta al retiro de financiamientos en aras de la cautela. Así ha sucedido con el desarrollo de megapresas o, más en general, en su impulso reciente a la fórmula “gastar poco y bien es mejor que mucho y mal”.

Como sea, esta cautela no solo debe basarse en las enseñanzas del pasado, sino también complementarse con reflexiones hacia el futuro que pongan como tema central la sustentabilidad a largo plazo del desarrollo.
Hay cuatro lecciones relevantes, de acuerdo con la economista Faye Duchin: i) el ciclo de vida de la infraestructura supone compromisos con el futuro, más allá de los plazos para recuperar inversiones, ii) los recursos financieros son tan cuantiosos que pueden comprometer la estabilidad macroeconómica de no pocos países, iii) los proyectos suelen emplear muchos recursos naturales y sus impactos en los ecosistemas son indirectos y de mitigación compleja, y iv) los proyectos modifican las condiciones de vida de amplios grupos poblacionales de modo prácticamente irreversible, por lo que requieren, al menos si se atiende alguna vocación democrática, de procesos de gobernanza y de discusión pública sobre su pertinencia a la luz de otras alternativas posibles.

Por lo anterior, el debate sobre infraestructura debe superar sus aspectos estrictamente técnicos para reconocer su carácter eminentemente político.
Dicho reconocimiento aparece como urgente al inicio del nuevo sexenio de la administración federal. A pesar de la insistencia en que “esta vez será diferente”, promover y decidir los proyectos propuestos con poca o nula información debiera resultar inaceptable en democracias que tienen compromisos mínimos con la verdad. Visto lo visto, es previsible un gobierno promotor de obra muy propenso a la falacia de la planeación, pues anuncia inauguraciones sin tener siquiera proyectos ejecutivos; al sesgo optimista, pues asegura amplios beneficios a bajo costo y, en suma, a la tergiversación estratégica de la información que busca posibilitar proyectos aunque a la larga puedan resultar inadecuados.

Las evaluaciones independientes de la infraestructura construida o por construir son, por esos motivos, indispensables y urgentes. Varias de ellas podrían considerar la diversidad de impactos directos e indirectos ahora y en el futuro, poniendo al centro las contribuciones económicas, sociales y ambientales de las obras en cuestión. Tales perspectivas serían muy valiosas para un debate abierto sobre las pertinencias de la obra pública, debate que, por cierto, debiera ser costumbre dadas nuestras urgencias de desarrollo y de conservación y nuestra preferencia, al menos declarada, por los procesos democráticos.





Sobre el origen del Coronavirus


Mucho se puede escribir y especular sobre las razones que explican el surgimiento de epidemias y pandemias de bichitos ante los cuales la especie humana no tiene inmunidad.

Una posición relativamente cómoda es ponerla como calamidades de la naturaleza ante las que no se puede hacer nada. Como con un terremoto o un asteroide: son cosas que suceden porque así es el mundo, y aun incluso considerando que los desastres son socialmente construidos (como ocurre con los terremotos, ante los que sí que pueden establecer medidas estructurales -zonificación, códigos de construcción, etc.), pues realmente hay poco que se pueda hacer. Son cosas que pasan y pues ni modo.

Otra posición cómoda es la adhesión a las teorías conspirativas que abundan por allí, como aquellas que piensan, por ejemplo, que los terremotos son producidos por armamento estadounidense, o que la aparición de virus son estrategia de guerra biológica. Esta última explicación ha surgido también en la corriente epidemia de coronavirus que provoca la recién nombrada enfermedad Covid19. Es relativamente triste que sectores que se autoproclaman de izquierda en México han repetido estas versiones con quién sabe que objetivos.

¿Cómo aproximarse, pues, a esta cuestión?

Vayamos a ver lo que dice la ciencia. La historia que ofrece es fascinante, por la combinación de factores que posibilita las epidemias virales o bacteriológicas de nueva aparición, y preocupante, por la complejidad de acciones que serían necesarias para mitigar su ocurrencia futura. 

Hay tres piezas que se llevan bien para estos objetivos a pesar de provenir de ámbitos literarios distintos: 1) artículo en Nature: nature.com/articles/s4159 2) Mike Davis, el de Planet of Slums, sobre Covid19 haymarketbooks.org/blogs/110-mike 3) Rob Wallace, el de Big Farm = Big Flu https://www.marx21.de/coronavirus-agribusiness-would-risk-millions-of-deaths/?fbclid=IwAR3EeJ0xGo4k-kefVE0mS66PzNdr77mWAYt2oukkKss_puzPcuwVAVCyavs

El mensaje que ofrecen estas posiciones es que el Coronavirus no es resultado de laboratorio, como sugieren las teorías de la conspiración arriba referidas, pero tampoco es una calamidad de la naturaleza contra la que nada se puede hacer.  Para decirlo rápido: las pandemias son resultado del funcionamiento de la relación sociedad-naturaleza.

En otras palabras, es un ejemplo claro de co-producción en la que la destrucción de la naturaleza es la principal causante de la emergencia de epidemias y pandemias. Por ello no está desligado a los fenómenos del cambio climático, sino que es parte constituyente, argumento que están recuperando varios pensadores (como el mismo Mike Davis o Maristella Svampa,  https://www.youtube.com/watch?v=lfgYQ1BnfRY&feature=youtu.be)

La documentación de la emergencia de los virus ante la destrucción de la naturaleza es amplia. El libro de Laura Garret, The coming plague (1994), documenta lo propio con varias enfermedades (Machupo, Lassa, Ebola, Malaria, etc), y es ampliamente recomendable:


O aquí:



En el caso particular del Coronavirus, el artículo de Nature vinculado arriba se hace precisamente esa pregunta: ¿de dónde viene?

La respuesta es la de siempre: la selección natural. 

El creciente contacto con los humanos y la pérdida de biodiversidad han destruido los "nichos normales" de estos virus, los que se van adaptando a las nuevas condiciones de estrés. En particular, el Covid19 brincó por selección natural en "transferencia zoonótica", es decir, inter-especie, de animales a humanos, que cada vez es más posible, y luego evolucionó para tener éxito en el host humano:


Este artículo en Nature, y el estupendo recuento histórico de Garrett, provee evidencia analítica a las narrativas críticas que vinculan las pandemias al modo de producción de la economía global. Eso es lo que dice Rob Wallace, biólogo evolucionista y autor del Big Farm makes Big Flu:


Se sabe que la producción industrial de alimentos es la principal causante directa de la deforestación y la pérdida de biodiversidad a nivel global. Los patógenos allí contenidos se liberan:




En otras palabras, la ecología de las pandemias es ahora producida por la destrucción sistemática de ecosistemas y biodiversidad asociada a la producción de alimentos con métodos industriales en la economía global.

Mike Davis parte de la misma premisa (de la producción sistémica de los outbreaks), pero se enfoca en el desmantelamiento de los sistemas de salud y su impacto desigual entre diferentes grupos de población:



Dicho de otro modo: con la tendencia estructural o de línea base, la crisis solo puede exacerbar las desigualdades. Ante eso, la visión de Davis hacia adelante:


¿Dónde nos dejan estas tres piezas? Yo las pondría, como Moraleja, en tres categorías que nos ayudan a pensar lo que está pasando.

1) el entendimiento de la crisis debe ser científico y no apelar al pensamiento fantástico ni a teorías de la conspiración
2) este entendimiento debe incluir la dimensión política: la línea base es de amplia desigualdad, la crisis la puede explotar aun más

3) ambos elementos previos deben orientar el "qué hacer", que a su vez se puede dividir en dos momentos, el inmediato y el posterior:

En el inmediato, habrá que ver qué tanto solidaridad y cooperación pueden revertir la exacerbación de la desigualdad asociada a la crisis. En el posterior, pensar si el modo de producir alimentos y salud, y todo lo demás, es el adecuado por su sostenibilidad ecológica y política