Aquí un texto que preparé el año pasado para Otros Artificios. Esta es la versión con la que mejor me siento.
Sobre la política ambiental y los peligros del cambio climático
Carlos A. López-Morales
(Octubre, 2014)
“Nosotros tenemos que ganar siempre,
ellos sólo tienen que ganar una vez”
David Brower, ambientalista estadounidense,
sobre la defensa de los ecosistemas ante
los desarrolladores de infraestructura
En recuerdo de Juventina Villa y Fabiola Osorio,
defensoras de bosques y manglares
asesinadas en el Estado de Guerrero
En solidaridad con Julia Carabias
La actual administración federal transita ya el segundo año de gobierno y suficientes elementos existen a la luz para diferenciar el enfoque de política ambiental con respecto a administraciones anteriores. Para decirlo rápido, representa un retroceso que resulta preocupante a la luz de los no pocos síntomas de la crisis ambiental por la que ya atraviesa el país. Para entender las diferencias con las administraciones previas, el desarrollo de la política ambiental mexicana se puede dividir en tres grandes fases. La primera se inaugura con cierta novedad legislativa e institucional –la Ley General de Equilibrio Ecológico y de Protección Ambiental se promulgó en 1988 y la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca se creó en 1994– y continúa hasta el cierre de siglo con la creación de un aparato legal e institucional destinado a cuestiones ambientales de forma sectorizada: se crean, entre otras dependencias, las comisiones nacionales del agua, de aprovechamiento y conservación de la biodiversidad, de las áreas naturales protegidas, una procuraduría para delitos ambientales, y algunos institutos de investigación científica, como el de ecología o el de tecnología del agua.
La segunda fase se inaugura con la alternancia partidista y se puede caracterizar, primero, porque en los planes de desarrollo panistas los objetivos ambientales compartían jerarquía con los económicos, al menos en el papel en el que estaban impresos, y segundo, por una relativamente destacada presencia internacional en los asuntos protocolarios de cambio climático. El colofón de esta segunda etapa ocurre en el último año del calderonismo, cuando se promulga la Ley General de Cambio Climático (LGCC) que, entre otras cosas, establece metas de reducción de emisiones de gases-invernadero para las próximas dos décadas como objetivo central de la política ambiental. La administración peñanietista hereda este esquema y le añade las nociones de crecimiento y economía verdes, cuya claridad conceptual y de implicaciones en el diseño de política pública aún está por definirse, incluso en la arena internacional. Pero la tercer fase, y el retroceso que representa, se observa bien en dos documentos clave de esta administración: los planes de desarrollo y el sectorial de medio ambiente. El primero subordina los objetivos ambientales a los económicos; el segundo exhibe, a raíz de la LGCC, una inversión conceptual en la que la agenda ambiental parece estar contenida en la problemática climática.
El enfoque peñanietista de política ambiental, así caracterizado, resulta preocupante por dos razones
principales: porque hace de ésta un accesorio de la política de impulso al crecimiento o, como dicen lo ambientalistas, un masivo ejercicio de greenwashing que pone careta verde al gris desarrollo del capitalismo mexicano, y porque, a pesar de las muchas novedades y aciertos legislativos e institucionales de los últimos 25 años, los logros de la política ambiental son claramente insuficientes a la luz de la intensificación paulatina de la crisis ambiental por la que atraviesa el país. La evidencia de esto último está por doquier, y va desde la crisis hidrológica en las cuencas más importantes, incluye la crisis urbana provocada tanto por la pésima planeación territorial (como es evidente a raíz de los huracanes de 2013 Ingrid y Manuel) cuanto por el patrón de movilidad basado en la motorización privada, hasta la fragmentación y deterioro de las coberturas vegetales más importantes en términos del portafolio de servicios ambientales que proveen. Todo ello provoca que el patrón de desarrollo de la última década es tal que la relación de costos ambientales y crecimiento del PIB es de casi 4 a 1: por cada peso que se añade al PIB se generan en promedio costos ambientales equivalentes a casi cuatro.Y, como si eso no fuera ya alarmante, hay que añadir que esa contabilidad ambiental no incluye una valoración comprehensiva del deterioro generalizado de los ecosistemas nacionales. Es muy probable que la relación sea mayor.
Todo esto ha servido de contexto acumulado que, de cierta forma, le ha brincado a la administración peñanietista en los últimos meses con seis desastres naturales ocasionados por derrames industriales: sulfato de cobre en el Río Sonora por la minería de Grupo México, cianuro de la minera Proyecto Magistral en El Oro, Durango, un derrame de crudo y dos de gasolina de Pemex en el Río San Juan de Nuevo León, en los manglares tabasqueños de Huimanguillo y en la veracruzana Tierra Blanca, respectivamente, todos asociados en la historia oficial a tomas clandestinas, y ecocidio costero por las aguas residuales de la ciudad y la industria de Mazatlán. En todos los casos queda muy evidente el pésimo desempeño en materia de responsabilidad social y ambiental del capitalismo mexicano privado o estatal: mientras Grupo México, a la sazón dueño de la trágica Pasta de Conchos y beneficiario principal de un régimen fiscal increíble que no cobra royalties a las explotaciones mineras, culpó del derrame a lluvias que llamó “atípicas”, tal vez por inexistentes, Pemex ha dicho poco más que “deslindará responsabilidades” en escuetos comunicados que más bien parecen burlas a la rendición de cuentas.
A ese pésimo desempeño empresarial se añade la ausencia de una plataforma institucional que, primero, inspeccione el cumplimiento de las leyes ambientales que tanto aplauso internacional le han traído al ejecutivo (hay inspección ambiental en sólo una fracción menor de las explotaciones mineras) y, segundo, elimine la discrecionalidad y sea capaz de relacionar una línea base biofísica con los impactos económicos negativos a fin de establecer multas y castigos acordes con el daño ambiental, como es evidente con los montos absurdos de la multa monetaria que circularon después del derrame de Grupo México (entre 3 y 40 millones de pesos): al final, después del escándalo que esos montos ocasionaron y después del estira y afloja entre Germán Larrea, dueño de la minera, y Presidencia, SEMARNAT estableció un fideicomiso de 2 mmdp (aunque no hay ninguna explicación sobre el porqué de esa cantidad) a cargo de las cuentas de Grupo Mexico para hacer frente a las contingencias ocasionadas por el derrame y cubrir costos de remediación. Y aún si el fideicomiso tuviera orden de magnitud adecuado, aún está por verse si la ministración de recursos entre entidades de diversos órganos y niveles de gobierno y de distintos colores partidistas opera eficientemente.
Pero la pésima procuración de justicia ambiental no sólo se manifiesta en la tolerancia a un terrible desempeño ambiental del capitalismo mexicano, sino incluso en materia del ejercicio de los derechos políticos del activismo ambiental. Mientras no se ven intenciones por traer justicia a los crímenes pasados contra activistas ambientales, muchas veces perpetrados por el ejército o la policía, resulta evidente que la represión también viene de otros lados, los cárteles de la droga incluídos, y que ya no discrimina: se intimida tanto a activistas campesinos que defienden bosques de las madereras canadienses cuanto a ex-secretarias de estado que ahora trabajan para conciliar el terrible embrollo que es la conservación y el desarrollo local, aun si afecta, por lo que se ve, a intereses económicos que reaccionan de modo violento e ilegal. Y al mismo tiempo que la directora de Natura Ecosistemas Mexicanos estaba secuestrada en la selva chiapaneca, el presidente y el secretario de medio ambiente celebraban, en medio de un aparatoso operativo de seguridad que involucró a la marina, el enlace matrimonial del senador conocido como “el niño verde”, el mismo que ha sido acusado de corrupción desde la franquicia familiar que es el Partido Verde mexicano.
Así pues, la política ambiental mexicana transita con Peña Nieto en una tercer fase preocupante: mientras la crisis ambiental es tan evidente como lo es su impacto negativo en la calidad de vida de la población mexicana, la administración federal reordena la aún insuficiente política ambiental priorizando la problemática climática, al tiempo que la operación de sus instrumentos administrativos de monitoreo y penalización parecen aún muy subordinados al momento político y a las negociaciones partidistas. Pero tal vez no es posible esperar otra cosa mientras la aún inmadura democracia mexicana no solicite con fuerza un mejor desempeño: el activismo ambiental mexicano es poco frecuente, poco estructurado y, por eso, políticamente débil. Un camino que permite esperar mejores cosas en el futuro pasa por que el portafolio de demandas ambientales se integre a otras demandas sociales más tradicionales para integrar una agenda que podría denominarse como de ecología humana: mejor espacio de trabajo, mejor alimentación, mejor remuneración salarial, y mejor educación en un esquema social ambientalmente sustentable. Se trata, para decirlo con Sacristán, de integrar a los colectivos que buscan sociedad justa con los que buscan tierra habitable. Tal vez la multitudinaria marcha de Septiembre de 2014 en Nueva York, que coordinó brazo con brazo a activistas ambientales con sindicatos obreros para demandar acción del gobierno contra el cambio climático, ya ilumina un poco el camino que habría que recorrer.
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