10 meses a 10 años: La huelga del CGH en perspectiva
Más allá de afirmar que el evento que se conmemora es un capítulo más en el historial de movimientos estudiantiles en la Universidad, y más allá de atender o no a dicha conmemor
ación (cuya memorabilia incluirá está vez, de nuevo, marchas, mítines, festivales, o simples reuniones teñidas de nostalgia), conviene preguntarse si hay en ese movimiento lecciones que puedan resultar de utilidad para el presente y el futuro. Lecciones no sólo para aquellos interesados en participar en movimientos de esa naturaleza, sino para la comunidad universitaria en su conjunto. Este documento supone que es así: que en esa historia hay piedras con las que no habría que volver a tropezar, pero también procesos y enseñanzas que habría que valorar y promover; y ofrece una breve caracterización al respecto. La obra política del filósofo marxista español Manuel Sacristán opera ahora, como en ocasiones anteriores, como base de reflexión.
La perspectiva que da el tiempo
El balance ya comienza a ser negativo. Tal vez no puede ser de otra forma. Un movimiento de esa naturaleza, que paraliza por meses las labores sustantivas de una institución de esa envergadura, tiene que ser catársis, tiene en su naturaleza algo de catástrofe. Puede ser normal entonces que los recuerdos sean de trauma, cargados de negatividad, aún a pesar de que ya media una década entera. Pues bien, a pesar del balance que ya se antoja negativo, hay que poner los puntos sobre algunas íes; por lo menos sobre dos. La primera: la UNAM, gracias al movimiento, sigue siendo gratuita. La gratuidad equivale a una colegiatura de 20 centavos de peso al año. Es muy probable que la cantidad que se gasta cobrando esa cantidad (en salarios, en material, en oficinas) sea superior a la cantidad que nominalmente se reúne. Si no ocurre así, si la recaudación es mayor que los egresos para obtenerla, es probable que se deba al altruismo universitario, a que los estudiantes dan más que esos 20 centavos. Como sea, el movimiento del CGH tuvo éxito al derogar los cambios que el CU había hecho al RGP en aquella sesión de marzo en el Instituto de Cardiología. El movimiento surgió a favor de la gratuidad, y logró la gratuidad.
La segunda: si uno confía en los diferentes rankings que ahora son costumbre y que suelen guiar la opinión pública, se puede decir con cierta soltura que la UNAM goza de más prestigio hoy que antes de que estallara aquella huelga. Al margen de la poca o mucha veracidad de dichos rankings, la presencia en ellos es síntoma de que la Universidad está cumpliendo sus funciones sustantivas de buena forma, que hay en ella vida académica que trasciende los límites en ocasiones infranqueables que suponen los muros de las diversas facultades, y que por tanto llega a trastocar, más para bien que para mal, la vida cultural del resto de la sociedad. Esto muestra que muchos de los argumentos ofrecidos por quienes se oponían a la huelga y, sobre todo, por quienes apoyaban el establecimiento de las cuotas -en el sentido de que gratuidad y masa es sinónimo de baja calidad, cuando no de fracaso- estaban (y están) equivocados. El movimiento del CGH atizó entonces un debate que sigue vigente (tal vez lo esté mientras exista la universidad como ahora la conocemos): el de la provisión pública, subsidiada y masiva de la educación superior.
Puede haber muchas razones socio-políticas de interés a favor de ese tipo de provisión, pero aquí enunciamos una razón económica simple: toda educación trae consigo externalidades positivas (capital humano capacitado, elevación de la productividad agregada, cultura entendida ampliamente, etc.), que no son contabilizadas por los agentes individuales en el examen de costos y beneficios privados. Por esa razón, en una situación hipotética en la que el mercado privado fuese el único provisor de educación, éste "se quedaría corto," por así decir, respecto a lo que socialmente es deseable.1
Así que a pesar de los presagios oscuros que por entonces se avanzaban para oponerse al movimiento del CGH sobre la imposibilidad de la educación superior pública y gratuita, hoy contamos con una UNAM que sigue siendo gratuita (a decir de aquellos 0.20 pesos anuales de colegiatura) y que goza un prestigio tal vez nunca igualado en su historia cuatricentenaria. Mayor prestigio, no obstante, no es sinónimo de menos problemas. Dificultades y vicios los tiene la UNAM por racimos, y acaso en eso también vaya sin parangón entre sus pares.2
Con todo, al menos por estas dos razones (la gratuidad y la calidad), el "haber" del movimiento del CGH no se encuentra vacío. Eso no quiere decir, por mala fortuna, que el movimiento haya sido exitoso. A los movimientos sociales hay que contemplarlos a la luz de sus potencialidades, por la factibilidad del programa que orienta sus acciones. El CGH no se propuso el objetivo absurdo de destruir a la Universidad contemporánea (como se decía en los medios), sino el objetivo suscribible de su transformación democrática. Así pues, contemplado amplíamente, el movimiento estudiantil de 99-00 fue un fracaso cuya rotundidad comienza a ser visible con el paso del tiempo. Es un fracaso de la política. Un fracaso de una generación.
La Universidad en la sociedad capitalista
El conjunto social ilustrado por el paso en las aulas tiene como misión el dominio de la técnica y, por tanto, tiene en germen la posibilidad de influir en los medios de producción. Pero la hegemonía no sólo termina por expresarse en el dominio de los oficios, según Sacristán, sino que influye en el resto de la sociedad determinando amplios aspectos de su cultura. El conjunto universitario, en tanto grupo social, contribuye por eso al sostenimiento y al perfeccionamiento de la división social del trabajo de las economías modernas. La visión liberal, que ve por misión de la Universidad la de "integrar lo que anda hecho pedazos por el mundo," como diría Ortega, pasa por alto el fin último de la Universidad, determinado y posibilitado por la disgregación productiva que es la organización capitalista.
Pero la relación de la Universidad con la división del trabajo no termina allí, en la instrucción particular y especializada del cuerpo social que ha de gestionar el proceso productivo, sino que la misma división del trabajo a la que responde tiene para ella una labor mucho más profunda. Labor que tiene que ver con el desarrollo y promoción de esa fuerza productiva que es la ciencia. La labor de creación de hegemonía cultural se acompaña en la universidad por la misión del desarrollo científico indispensable en el sistema productivo contemporáneo.
Así pues, continua Sacristán, quien escribía en España en situación de crisis universitaria, cuando la Universidad es masiva se corre el peligro de que la hegemonía cultural pierda justificación y sentido. Cuando el título universitario deja de asegurar movilidad social, cuando los espacios de la élite no se explican por el grado académico, por argumentos técnicos, sino por el ius primi occupantis, entonces se hace explícito el carácter jerárquico y elitizado de la división clasista del trabajo, carácter que Marx mismo, apunta Sacristán, pensaba en su tiempo que ya podía ser superado.
La Universidad es un lugar, entonces, en donde se instruye ciencia y donde se transmite cultura hegemónica, cultura de dominio. Pero es precisamente por eso que la convicción de su transformación democrática tiene la mayor de las relevancias. Se trata de anteponer a la elitización inherente que es la creación de hegemonía cultural el acceso masivo al conocimiento. "Los pueblos tienen que seguir llegando, acrecentadamente, a la enseñanza superior, y tienen que impedir que los fraccionen jerárquicamente en ella."4 El fin último de este programa, que acaso se imbrique con otros más generales, es, a decir del filósofo español, el de una "organización de la enseñanza del investigar y de las profesiones que rompa con la contaminación ideológica hegemonizadora de hombres y eternizadora de una división del trabajo ya innecesaria... ."
Es por eso que tenía y tiene sentido, en un primer momento, anteponer el acceso gratuito a la intención de cobrar colegiaturas.5 Es por eso, también, que el programa político que el CGH se fijó para guiar sus acciones, el de la transformación democrática de la Universidad, que si bien nunca estuvo plenamente definido, aunque contemplaba un mecanismo con reglas claras, el congreso, para implementarse, traspasaba por tanto el asunto de la gratuidad, e iba por un objetivo para el que la gratuidad era tan sólo requisito. Por ello el programa del movimiento adquirió profundidad y alcance, al tiempo de ser políticamente factible, aunque por un breve período de tiempo (que acaso pasó inadvertido).
La política interna del movimiento estudiantil es un fuerte claroscuro que muestra lo más brillante y lo más negro de la organización colectiva estudiantil, que es un tipo de organización no partidista. Ante la ilusión de que era posible, al fin, algún ejercicio de lo que Sacristán llamó alguna vez "vida política decente," en este caso alejada de los partidos políticos y de las organizaciones tradicionales -ilusión bien fundamentada, además, no en aspiraciones trasnochadas, sino en la experiencia de las primeras etapas organizacionales del CGH-, rápido se contrapuso la triste constatación de que incluso entre universitarios que quieren universidad democrática la política también va cargada de mentiras, de agendas externas, y de dobles discursos.
Los riesgos del asambleísmo que desconfía de sus integrantes, en combinación con una suerte de crisis de identidad generacional, constituyeron parcela fértil a los descalificativos mutuos que el movimiento importó del discurso mediático que le atacaba. Rápido, el CGH se convirtió en fauna con identidades políticas irreconciliables, al grado tal de no poderse explicar cómo grupos tan contrarios pudieron hacer algo juntos alguna vez, y de requerir ridículas taxonomías para poder diseccionar su composición grupuscular. La miopía del cuerpo estudiantil universitario, supuesto poseedor de métodos de discernimiento y capaz de imaginarse universidades democráticas, le impidió eludir el torito simplón de la división cultural que los medios y los partidos políticos, ambas instituciones de hegemonía cultural establecida, promovieron para controlarlo.
El fracaso del movimiento estudiantil en lograr su objetivo transformador es un fracaso mucho más amplio, que trasciende al mero grupo de individuos que lo componía: es el fracaso de la política que nace no partidista y que muere con los cuadros incorporados orgánicamente en el corazón de los partidos. Es el fracaso de la política que nace despersonalizada y desconfiada de los individuos, elevando lo colectivo a niveles pocas veces vistos, y que muere en la descalificación con nombre, apellido, pertenencia a grupo político y código postal. Es el fracaso, a final de cuentas, de un grupo social, el estudiantil universitario, al que la sociedad le otorgó la oportunidad de saber en dónde demonios estaba parado -pero que se negó a ver- para luego botar todo por la ventana imaginándose procesos imposibles, victorias inalcanzables y enemigos a modo. Las consecuencias culturales de semejante derrota son profundas y duraderas. La necesidad de enfrentarlas, y acaso superarlas, puede resultar imperiosa. Podríamos empezar por dejar de crearnos enemigos a modo y batallas morales que se ganan con goles de vestidor, y comenzar a estudiar con lo que la Universidad misma ofrece la sociedad cuya injusticia se pretende superar.
Al final del día, el fracaso del movimiento, de su política, que tiene por definición características de mecanismo de implementación, no implica fracaso del objetivo, de lo que se quería implementar. La misma regla que se aplica ahora a procesos mucho más amplios y profundos, aunque de igual forma dependientes de los movimientos sociales, tradicionales o no, y de su política, como es el caso del socialismo y de su tradición, se puede aplicar al movimiento estudiantil de hace una década: El fracaso del CGH no debe verse como el fracaso de la universidad democrática en tanto objetivo del movimiento universitario. Las lecciones están allí, en esa historia, para quien quiera revisarlas. Las labores pendientes también.
Así pues, la intervención pública, aquí como en muchas otras áreas, está fundamentada analíticamente. Hay que reconocer que ésta es razón económica reconocida en el gremio (al punto de incluirse en los libros de texto de introducción a la economía). Milton Friedman mismo, por ejemplo, no sólo no atacaba, sino que promovía la provisión pública y subsidiada de este bien. Mecanismos de provisión y de subsidio los hay muchos, y allí está el detalle, pero esa es discusión de otro texto.
Una muestra familiar en Economía es la rigidez colectiva que lleva a que en más de treinta años sólo se haya modificado el plan de estudios una vez, en 1994, y con muchos errores. Muestra de eso lo es también el arduo proceso político que ha representado la presente reforma académica (que se extiende ya por 4 o 5 años), y que debiera dejarnos con nuevo plan y con nueva cara.
- Las ideas que se exponen en los párrafos que siguen se basan muy de cerca en el texto "Sobre la Universidad y la división del trabajo" de Manuel Sacristán (ver nota al pie siguiente), y que fuera glosado en el segundo número de intervenciones:http://mx.geocities.com/intervenciones_economia/si.pdf
- Sacristán, Manuel, 1977, La Universidad y la División del Trabajo, Argumentos 6 (1). Texto basado en conferencias dictadas entre 1969 y 1970. Hay versión electrónica:
En ocasiones se solía argumentar la necesidad de las cuotas citando cambios en la composición social del cuerpo estudiantil. Con el paso del tiempo, decía el argumento, más clase media que baja entraba a la Universidad, por lo que habría que aprovechar la mayor capacidad de pago para ayudar a su financiamiento. La aludida modificación en la composición social del cuerpo estudiantil no debe motivar cambios en la política de cuotas (que acaso terminen por volver definitiva esa composición), sino cambios en la política de acceso.