Política ambiental 2018-2024: mal inicio

(10min)

Y luego, los compas en Letras Libres me invitaron a escribir sobre política ambiental. Y aquí recuperé y actualicé algunas ideas trabajadas antes

Aquí la liga al original, publicado en agosto de 2019

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Transcurre el primer año de la administración 2018-2024 y desde ahora es posible hacer una primera evaluación sobre los aspectos más visibles de su política ambiental. Para decirlo pronto: hay muchas razones para preocuparse, incluso para vaticinar que se agudizará el retroceso que supuso, en este tema, el gobierno anterior.

Tres datos pueden ilustrarlo bien: el presupuesto federal para 2019 del sector ambiental (31 mil millones de pesos) es 15% menor al de hace un año (37 mmdp), que ya de por sí era 45% menor que el de 2012 (55 mmdp). En su organización interna no hay rubro que haya registrado algún incremento presupuestal, o que al menos se haya mantenido estable. Sin embargo, las áreas más afectadas son las de protección ambiental del sector hidrocarburos (la ASEA, con un recorte del 35%), la Comisión Nacional Forestal (con 30% menos), la Subsecretaría de Gestión para la Protección Ambiental (con una disminución de 25%, aunque esté a cargo, entre otras cosas, de las manifestaciones de impacto ambiental de los proyectos de infraestructura) y, de manera notoria, la Subsecretaría de Planeación y Política Ambiental (73% menos). Con todo, y como adelanté, el retroceso no inició en este sexenio.

La historia reciente sirve para contextualizar cómo se ha debilitado, de forma grave, el compromiso del gobierno mexicano con el ambiente. Es una historia que se puede dividir en tres fases. La primera comienza en 1988, con la promulgación de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente; continúa en la década de 1990 cuando se crea un complejo armado institucional –una secretaría de Estado y sus delegaciones estatales, comisiones especializadas, institutos de investigación e incluso una procuraduría ambiental–, y acaso termina en 1999 cuando se eleva a rango constitucional el derecho de los individuos a un medio ambiente adecuado (artículo 4º) y se obliga a que, en su rectoría del desarrollo nacional, el Estado garantice también sustentabilidad (artículo 25º).

La alternancia partidista, desde el 2000, abrió una segunda etapa que tuvo dos rasgos principales: i) Los objetivos de sustentabilidad ambiental compartían jerarquía con las metas de crecimiento y desarrollo económicos (todos ellos integraban los llamados “ejes de política pública”), ii) Se hizo más énfasis en el lado climático de la política ambiental (el colofón ocurrió en 2012, con la promulgación de la Ley General de Cambio Climático), lo que le dio a México un relumbrón internacional y le permitió obtener cierta posición de liderazgo, aunque tuvo el resultado paradójico de descuidar la importancia de otros aspectos no menos urgentes de la agenda ambiental del país.

En la administración de Enrique Peña Nieto inició la tercera etapa, la del retroceso debido a la subordinación jerárquica de los objetivos ambientales a los económicos bajo la noción de la “economía verde” –a la sazón bastante vaga, incluso en los entornos internacionales en los que se proponía–, y a la disminución paulatina del presupuesto para el ambiente.

En este sexenio, mientras aún quedan por revisar documentos sustanciales sobre política ambiental (señaladamente el Programa Sectorial), lo que se asoma en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) y en su primer presupuesto federal no deja resquicio alguno para el optimismo: no solo se trata de una continuación decidida del debilitamiento de las instituciones de este sector, sino que bien podemos estar presenciando el inicio de su desmantelamiento general en un momento en que la crisis ambiental de México no deja de agudizarse. De modo similar al sexenio anterior, los objetivos de sustentabilidad ambiental quedan fuera de los tres “ejes generales” de política (Estado de derecho, bienestar y desarrollo económico). En cambio, se les incluye en uno de los tres ejes transversales bajo la etiqueta “territorio y desarrollo sostenible” (los otros dos son combate a la corrupción e igualdad de género), con unos “criterios generales” que, a pesar de estar integrados no sin alguna heurística, no logran ocupar más de dos páginas del documento.

Esta pérdida de jerarquía de las preocupaciones ambientales en la planeación se traduce en la ambigüedad –cuando no en un simple silencio– del diseño de los objetivos y las estrategias que orientan las acciones de las instituciones. Vaya un ejemplo: en comparación con la administración previa, en este PND desaparecen las metas explícitas sobre el territorio destinado a la protección ambiental. Esta ausencia –que también se percibe, dicho sea de paso, en la narrativa cultural del nuevo gobierno– se añade a la ya comentada reducción del presupuesto para caracterizar lo que podría ser una cuarta etapa (DIS)funcional: la del abandono del gobierno de sus responsabilidades ambientales, incluyendo las establecidas en la Constitución. Esta realidad establece un contraste con visos muy estructurales al compararse con la urgencia y la decisión políticas que debieran caracterizar las acciones estatales ante la crisis ambiental en pleno desarrollo. Hay que decirlo claramente: la política ambiental de las últimas tres décadas, a pesar de sus novedades legislativas e institucionales, ha sido débil e insuficiente, ya no digamos para cumplir aquellos mandatos constitucionales, sino incluso para paliar los efectos más nocivos del pésimo desempeño ambiental del capitalismo mexicano, tanto el privado como el estatal. Cualquier retroceso, debilitamiento o desmantelamiento de las herramientas de gobierno solo pueden alejarlo más de los objetivos que debiera perseguir.

La novedosa contabilidad ambiental mexicana, que ha sido punta de lanza en el mundo desde su creación hace más de treinta años, ofrece una visión sintética, aunque incompleta,*1de la crisis ecológica nacional: mientras entre 2003 y 2017 no se redujeron los costos por el agotamiento de algunos acervos de recursos naturales (bosques, agua subterránea, hidrocarburos), los de degradación (por contaminación de suelos, aire o agua) se multiplicaron por cuatro. En contraste, los gastos de protección ambiental (aquellos que mitigan los efectos negativos de la degradación ecológica) apenas representaron, en 2017, el 13% de los costos totales contabilizados. Aunque se puede afirmar que dichos costos están decreciendo respecto al producto interno bruto (del 7% al 4% en ese periodo, lo que se explica más debido a una economía que se terciariza que a una política ambiental efectiva), no deja de ser cierto que por cada peso que se añade al producto por crecimiento económico se generan, en el mejor de los casos, dos pesos por costos ambientales –y estos solo son aquellos que se han podido expresar en términos monetarios.

En suma, lo que es ya visible de la nueva administración indica que la política ambiental se debate entre continuar el debilitamiento iniciado en el gobierno pasado o su desmantelamiento (que pasa, además, por el maltrato laboral de los cuadros especializados), lo que acentúa aún más su dependencia a la discrecionalidad de las negociaciones del momento político, como atestigua la atención nula a la evaluación ambiental de los proyectos de infraestructura que están sobre el escritorio del nuevo gobierno.

Todo esto tiene una explicación: la todavía débil democracia mexicana no logra integrar una perspectiva ecológica en la que el bienestar y el desarrollo dependan de la conservación y la sustentabilidad. El activismo ambiental mexicano, por ejemplo, es infrecuente, poco estructurado y, por ello, políticamente débil (y, en esa circunstancia, existe un “partido verde” que no lo es). Dicho de un modo más fundamental: la sociedad mexicana aún tiene un largo camino por recorrer para integrar las demandas ambientales con otras más tradicionales y construir una agenda que pueda llamarse de “ecología humana”: mejor trabajo, mejor remuneración, mejor alimentación y mejor educación en un esquema ecológicamente sustentable. ~

1* No incluye, por ejemplo, la pérdida de biodiversidad o la menor capacidad ecosistémica de provisión futura de servicios ambientales.

Sobre la infraestructura y sus falacias

Los amigos en Letras Libres me invitaron a escribir este texto sobre infraestructura.

Aquí está la liga al original, publicado en enero de 2019.

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El debate sobre qué hacer con la infraestructura en construcción o por construirse fue uno de los distintivos de los periodos electoral y de transición recién culminados. Con lo que hay disponible sobre el sexenio que inicia es posible augurar que la infraestructura seguirá siendo central en las discusiones sobre política pública a escalas federal y regional. Si bien llega tarde y de forma un poco atrabancada, pues la débil democracia mexicana no ha promovido conversaciones profundas sobre la pertinencia de la obra pública, la discusión abierta sobre proyectos de infraestructura, caprichos aparte, es muy necesaria: se trata, a final de cuentas, de financiar con recursos públicos o privados modificaciones estructurales a las condiciones presentes y futuras del desarrollo de la economía nacional.

Nuestra historia reciente a este respecto es bastante problemática. La obra realizada o por concluir se eclipsa fácilmente por proyectos fallidos o mal implementados. La lista puede ser larga, pero los ejemplos más mediáticos incluyen refinerías que no se construyen, circuitos viales que colapsan recién inaugurados, proyectos ferroviarios cancelados por escándalos de corrupción o retrasados –con sobrecostos sustanciales– y, desde luego, cancelaciones de aeropuertos en construcción. Dicha problemática se complejiza con la obra que, aunque indispensable, decide no hacerse, ya sea porque no brinda un relumbrón a sus promotores o porque sus beneficios no entran tan claros en las contabilidades convencionales. Tal es el caso, ni más ni menos, del desplome de los presupuestos ambientales, en particular los destinados al agua y a financiar la conservación de ecosistemas.

La evaluación de la infraestructura no debe detenerse en la obra en proceso, fallida o no promovida. Se debe incluir la que está en funcionamiento para determinar si la economía política asociada beneficia a la mayoría con mejoras sustanciales en su calidad de vida. Un ejemplo iluminador es el de Ciudad de México, cuyos presupuestos de infraestructura han estado dominados por la expansión vial. Debiera quedar claro que cada peso allí invertido insiste en un enfoque de movilidad equivocado, con costos sociales significativos. A ellos habrá que añadir el costo de oportunidad de no invertir en los sistemas de transporte masivo, cuyo colapso cotidiano es inaceptable y escandaloso: lo padece la mayoría.

La tarea no es fácil. Se ha mantenido por décadas la creencia común de que la infraestructura trae beneficios automáticos. Hubo buenas razones para sostenerlo: la espectacular expansión económica del siglo XX en México y en el mundo se explica en parte por megaproyectos que permitieron transacciones de otro modo imposibles. No obstante, el esquema de incentivos que opera tanto en la asignación de contratos como en la construcción ha generado un portafolio importante de casos fallidos con elevados costos sociales, lo mismo en Australia, Estados Unidos o Gran Bretaña que en China, la India, México o Brasil.

Bent Flyvbjerg, académico de la Universidad de Oxford, sugiere que el problema fundamental de la creencia en los beneficios automáticos de la infraestructura es que lleva a construir proyectos que no son claros respecto a su viabilidad financiera futura y no se contrastan con otras opciones posibles. Este proceso deriva en lo que él llama “la sobrevivencia del menos apto”, o la elección de proyectos subóptimos desde el punto de vista social. En su evaluación, tres factores se combinan para provocar sistemáticamente dicha elección: i) la falacia de planeación, o el sesgo optimista que minimiza costos y exagera beneficios, ii) la creencia en la “mano oculta” de Hirschman, o la hipótesis de que los problemas no previstos siempre traen consigo soluciones geniales y de beneficios amplios, y III) la tergiversación estratégica de la información por sus promotores, que buscan de cualquier modo hacerlos ver bien en el papel para justificar su construcción (“What you should know about megaprojects and why: an overview”, Project Management Journal, abril-mayo de 2014).

Aunque de forma tímida, en las últimas décadas dicha creencia ha cedido espacio al escepticismo. Un caso paradigmático es el cambio de enfoque del Banco Mundial: de la creencia absoluta al retiro de financiamientos en aras de la cautela. Así ha sucedido con el desarrollo de megapresas o, más en general, en su impulso reciente a la fórmula “gastar poco y bien es mejor que mucho y mal”.

Como sea, esta cautela no solo debe basarse en las enseñanzas del pasado, sino también complementarse con reflexiones hacia el futuro que pongan como tema central la sustentabilidad a largo plazo del desarrollo.
Hay cuatro lecciones relevantes, de acuerdo con la economista Faye Duchin: i) el ciclo de vida de la infraestructura supone compromisos con el futuro, más allá de los plazos para recuperar inversiones, ii) los recursos financieros son tan cuantiosos que pueden comprometer la estabilidad macroeconómica de no pocos países, iii) los proyectos suelen emplear muchos recursos naturales y sus impactos en los ecosistemas son indirectos y de mitigación compleja, y iv) los proyectos modifican las condiciones de vida de amplios grupos poblacionales de modo prácticamente irreversible, por lo que requieren, al menos si se atiende alguna vocación democrática, de procesos de gobernanza y de discusión pública sobre su pertinencia a la luz de otras alternativas posibles.

Por lo anterior, el debate sobre infraestructura debe superar sus aspectos estrictamente técnicos para reconocer su carácter eminentemente político.
Dicho reconocimiento aparece como urgente al inicio del nuevo sexenio de la administración federal. A pesar de la insistencia en que “esta vez será diferente”, promover y decidir los proyectos propuestos con poca o nula información debiera resultar inaceptable en democracias que tienen compromisos mínimos con la verdad. Visto lo visto, es previsible un gobierno promotor de obra muy propenso a la falacia de la planeación, pues anuncia inauguraciones sin tener siquiera proyectos ejecutivos; al sesgo optimista, pues asegura amplios beneficios a bajo costo y, en suma, a la tergiversación estratégica de la información que busca posibilitar proyectos aunque a la larga puedan resultar inadecuados.

Las evaluaciones independientes de la infraestructura construida o por construir son, por esos motivos, indispensables y urgentes. Varias de ellas podrían considerar la diversidad de impactos directos e indirectos ahora y en el futuro, poniendo al centro las contribuciones económicas, sociales y ambientales de las obras en cuestión. Tales perspectivas serían muy valiosas para un debate abierto sobre las pertinencias de la obra pública, debate que, por cierto, debiera ser costumbre dadas nuestras urgencias de desarrollo y de conservación y nuestra preferencia, al menos declarada, por los procesos democráticos.